Faltan 10 minutos para las
7:00 am y en el altavoz comienzan a llamar a todos los nadadores para los 10k. Alrededor
de la zona de salida, que está en la playa, se encuentran todos los
competidores con sus equipos y familiares haciendo los últimos ajustes y
preparaciones. Se ven algunos untándose bloqueador, otros más ajustando sus
boyas, rectificando sus gorras, etc. Abrazos y palabras de buena fortuna es lo
único que se escucha cerca de la zona de salida. Cuando se acerca el momento de
entrar al agua, en la zona de los competidores se siente la adrenalina al 100,
pero también se sienten las oraciones elevadas por todos los familiares que
esperan en la orilla y que lo único que hacen es desear que a sus competidores
les vaya bien.
Suena el primer disparo.
Sale la oleada varonil. Todos los varones de todas las categorías salen con
mucha energía. Los veo salir con fuerza y rapidez hasta que solo se ven las
boyas de colores que forman una fila que se va alargando. Como la cola de un
cometa.
Dan el disparo de salida de
las mujeres y es mi turno de entrar al agua, esa agua de color azul turquesa y
salada como la que más.
En ahí que, después de tener
el nervio a tope y la adrenalina al 100, en el momento de entrar al agua, lo
único que logro sentir en mi cuerpo es mi corazón, mi corazón latiendo fuerte y
rápido.
Pienso que al entrar al agua
sería recomendable tratar de controlar mi respiración y encontrar un ritmo que
me permita terminar los 10 kilómetros.
Así que me concentro en el fondo del mar, me concentro en la arena
blanca y en esas onditas de arena que se forman en el lecho marino. No han
pasado ni 500 metros cuando comienzo a ver un lecho marino tapizado de algas
marinas. Los rayos del sol se filtran por el agua clara y hay zonas en las que se
forman pequeños arcoíris en el lecho marino. ¿Podría haber algo más lindo que
un arcoíris en el fondo del mar? Si, ¡muchos arcoíris en el fondo del mar!, hay
zonas en donde no sé porque ni cómo es eso físicamente posible, pero hay zonas
donde se pueden ver muchos arcoíris.
Eso es suficiente para
calmar o distraer a cualquiera. Que es lo que a mí me sucede conforme sigo
nadando. El grupo se ha dispersado lo suficiente, pero voy al lado de otras dos
compañeras nadadoras.
Las boyas están colocadas a
cada 400 metros de forma paralela a la isla. De modo que tenemos que nadar 5 km
por la orilla de la isla y retornar nadando otros 5 km hasta llegar al punto de
donde salimos. La visibilidad de las boyas es buena y como todas mis compañeras
llevan también boyas pues se ven los puntitos de colores de frente y es
imposible salir de ruta. A los lados hay guardavidas en motosky, kayaks y
lanchas de motor. Así que puedo darme cuenta que la ruta es muy segura. Eso me
da mucha tranquilidad.
Como me doy cuenta que no
hay tanto problema con la ruta vuelvo a concentrarme en el fondo del mar. Voy
como en el kilómetro dos cuando atravieso por el primer arrecife. ¡Wow! ¡Esto
es bellísimo!, pienso. Me dan ganas de pararme y gritarles a todos los que
están alrededor. ¡Por aquí, vengan a ver! Pero sé que no puedo hacer eso,
porque no se escucha nada cuando se está nadando. Así que me dispongo a hacer
lo único que puedo hacer, agarro todo el aire que puedo y nado de pecho sobre
el arrecife para poder observarlo lo mejor que pueda. Los colores de los
corales que van desde los marrones, verdes, y hasta morados, los colores de los
peces, transparentes, blancos, amarillos, azules, de todos colores y ¡mira! Un
pez que no había visto nunca con dos aletas. Una arriba y otra abajo que las
mueve alternadamente y al nadar hace un movimiento chistoso. Pareciera que se
equivocaron al ponerle las aletas. Es algo cómico.
A los 2 kilómetros y medio
se encuentra la primera plataforma de hidratación. Es una plataforma flotante donde están unos
chicos con agua y gatorade para los nadadores. Me ofrecen gatorade y les digo
que prefiero agua. Lo único que quiero es enjuagarme la boca, el agua es muy,
muy salada y necesito enjuagarme la sal. Ya que me he enjuagado la boca ahora
sí, pido gatorade, tomo lo más que puedo de un solo trago y veo que llega una
de las chicas con las que me he acompañado en mi trayecto. Le pregunto que como
está y con una sonrisa amplia me dice que bien. También le pregunto su nombre,
es Adriana y es de Colombia. La espero a que se hidrate y volvemos al nado
juntas.
Sigo maravillada con la
vista del lecho marino, peces, algas, erizos, anémonas, ¡uy! Y peces, muchos
peces, de todos tamaños y de todos colores. Me doy cuenta que mi amigo el pez que tiene
las aletas al revés es muy común por aquí, porque hay muchos de esos. Es en ese
trayecto que veo una raya, pequeña y muy bonita que pasa por ahí sin importarle
que vayamos nadando encima de ella. Solo pasa de largo.
Yo sigo extasiada con toda esta vida marina y
cuando creo que eso no se puede poner mejor, ¡zas! La primera estrella de mar.
Ahí en el fondo, sola, de color amarillo, grande y viva. Bueno, casi quiero
llorar de la emoción, pero conforme sigo nadando veo otra y luego otra y así
sigue el camino. Muchas estrellas de mar y de ahí viene el nombre de esa parte
de la isla a la que llaman “el cielo”, por la cantidad de estrellas de mar que
ahí viven. Durante todo mi trayecto conté 49 estrellas de mar.
El agua que era azul ahora
pareciera que es más clara, o tal vez sea la arena, no lo sé, pero la vista es
hermosa. Y con ese azul cielo llegamos a la plataforma de hidratación de los 5
km. Donde está un señor con agua, gatorade y plátanos. Yomi, nunca me
parecieron los plátanos tan suculentos como esa mordida que le di a uno. Después
de toda la sal en mi lengua que ya está hinchada por la sal, el paladear el azúcar
del plátano, es como sentir un gran alivio para mi lengua y claro para mi
cuerpo también. Repito la rutina anterior de enjuagarme e hidratarme y espero a
Adriana a que ella haga lo mismo. Ella se ve con una gran sonrisa y se ve que
lo está disfrutando más que nadie.
Le doy un vistazo a mi
reloj. Distancia dice 5273 metros y en tiempo marca 1:27. ¿Queeee? No puede ser
verdad, pienso, es muy poco el tiempo. Si regresara estaría de vuelta en 3
horas. Ojalá, me digo, y salimos nadando el retorno Adriana y yo.
Las boyas de regreso están
un poco más adentro del mar, pero igual son visibles y están colocadas cada 400
metros. Ya no se ven tantas nadadoras frente a nosotras, han tomado ventaja.
Inmediatamente me doy cuenta
de porque mi reloj marcaba tan poco tiempo, venía con la corriente a favor y el
regreso me tocaría con la corriente en contra. Esto de nadar contracorriente no
me desanima, pero me doy cuenta de que voy a tardar un poco más.
El sol ahora me toca del
lado contrario, pero más fuerte. Lo cual comienza a ser molesto, pero no tanto.
¡La segunda raya! Vuelve a pasar otra raya
nadando al fondo del mar, disfrutando del día o al menos eso parece. El fondo
del mar pareciera que está muy cerca, da la impresión de que, si me parara
podría tocar el fondo, pero no es así, es el efecto de la claridad del agua,
parece más cerca de lo que en realidad está.
Alrededor del kilómetro 7
¡una tortugota! La veo y voy nadando tras de ella, quiero verla más de cerca y
no me importa salirme de la ruta. La tortuga me voltea a ver, tampoco le
importa y sigue a su mismo ritmo y en la misma dirección, siento como si
hubiera visto a mi artista favorito y yo fuera su más ferviente fan. Quisiera
hacerle saber mi admiración y respeto por existir, pero no hay forma que yo le
pueda trasmitir a la tortuga lo que siento en ese momento. Es ahí donde un jetsky me corta la
inspiración y me frena, me dice que estoy saliendo de ruta y que tengo que
nadar más en dirección a la playa. Les cuento que acabo de ver a una tortuga y
que me volteó a ver, y ellos me cuentan que por ahí también hay tiburón ballena
y otras especies más, pero que tengo que regresar a ruta.
Vuelvo a mi nado,
obedeciendo las indicaciones y retomando la ruta marcada. En este punto es
notable que acaban de ser las 10:00 am porque la marea cambia repentinamente,
pero no es el mar, es que han dejado salir a las embarcaciones turísticas. Y oportunamente es ahí cuando mi medicamento
contra el mareo deja de funcionar. Empiezo a sentir cada ola, cada vaivén de la
marea, fuerte y profundo. Empiezo a sentir la sal en mi boca y en mi nariz que
arde. Veo la plataforma de hidratación a lo lejos y nado hacia ella. Me urge
enjuagarme la boca. Y aunque ya la había visto no calculo la distancia y ¡zas! choco
de cabeza con la plataforma. De forma inmediata las dos pantorrillas se me
acalambran y solo puedo gritar y quejarme. El chico de la plataforma asustado me
pregunta si estoy bien, y le respondo que sí, voy a estar bien ahora que se me
pasen los calambres. Respiro hondo, y repito lo de enjuagarme e hidratarme. Pero
el haber chocado con la plataforma me permite reflexionar de que el mareo me
afecta. Pero tengo que seguir. Así que espero un poco a que me pase y sigo.
Comienzo a contar las boyas
y trato de sacar las cuentas. Si las boyas están cada 400 metros y estoy en el kilómetro
siete y medio ya solo me faltarían ¿cuántas? La del kilómetro 7900, 8300, 8700,
9100, 9500 y la meta. Voy nadando y el mareo se hace más intenso, intento vomitar,
pero no puedo, no tengo nada en el estómago, ni agua. Así que sigo, intento no
parar, lo único que quiero es poner mis pies en tierra firme y no sentir el
vaivén de las olas.
En ese momento sé que no es
así, pero siento que todas las embarcaciones menores pasan junto a mí, y hacen
las olas más altas a su paso, o al menos es así como lo siento. Siento cada
lancha como pasa y como alzan olas alrededor mío que interrumpen mi
concentración y mi ritmo. Pero poco a poco voy pasando las boyas, una, dos
tres, cuatro y ahí a 500 metros de la meta, que me parece un tramo largo,
largo, veo a una kayakista y le pido agua y junto a ella está un chico agarrado
con fuerza de su boya que se rehúsa a nadar. Está mareado y no quiere agua, no
quiere subirse a la lancha y no quiere nadar a la meta. Está enojado y no
quiere nada. Trato de hablar con él, de animarlo a que nade o que tome agua,
pero no logro convencerlo de nada. Pues me resigno y sigo mi camino, son 500
metros pienso, ya no es tanto, pero son los 500 metros más largos que he
sentido en la vida. Sigo teniendo ganas de vomitar, pero pienso en la pena que
me daría vomitar tan cerca de la meta donde podrían verme. Así que con todas
mis fuerzas me aguanto y sigo nadando, estoy deseando que la profundidad sea
menos para poder poner un pie en la arena, pero ese momento parece no llegar.
Hasta que por fin, puedo levantarme del agua, poner un pie en la arena y
caminar hacia la meta. En la meta ya me están esperando los abrazos, mis amigos
y familia.
Al llegar a la zona de
recuperación, mareada, cansada y sintiendo el ardor en la nariz y en la lengua
debido a la sal, con los ojos hinchados y las manos arrugadas, volteo atrás y
al ver ese mar tan azul y tan bello solo pienso ¡sí, sí lo vuelvo a hacer!
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Por fin, tierra firme. |